Es cierto que la primera responsabilidad política es de Xóchitl Gálvez Ruíz, sobre el escándalo de Juan Pablo Sánchez Gálvez, su hijo, junior que apareció borracho llamando «putos» y «pinches gatos» a los trabajadores de un bar en la onerosa colonia Polanco de la Ciudad de México. Ella le dio un cargo oficial en su campaña. Ella lo puso en el estrado político. Ella está pagando las consecuencias.
De por sí su candidatura estaba hundiéndose, ahogándose lentamente entre pifias, acusaciones de corrupción, pésimas compañías, una coalición impresentable y la propia personalidad embarazosa de Gálvez Ruíz. Algunas encuestas la colocan hasta treinta puntos abajo de su rival, Claudia Sheinbaum Pardo. A dos meses de las elecciones, la presidencia parece decidida. Pero si alguna esperanza albergaba, el escándalo de su hijo le amarró una piedra al tobillo y no habrá manera de que salga a flote.
En lo político, eso queda ahí. La candidata presidencial del PRIAN pasará la historia como otra fallida aspirante de la derecha mexicana. Pero se lleva un gran golpe moral, y sí, no exento de misoginia. Porque sobre ella recae el dedo flamígero que históricamente ha culpado a las mujeres y sólo a las mujeres por el comportamiento de sus hijxs. Que si el hijo se porta mal, ¿y dónde estaba su mamá? Que si reprobó matemáticas, es que su mamá no le pone atención. Que si cometió un delito, es porque su madre se la pasa trabajando. O que si le salió borracho, es porque no lo educó bien. Y esto último puede ser, en tanto que las familias burguesas, como a la que pertenece Xóchitl Gálvez Ruíz, educan en la prepotencia como mecanismo de defensa y presunción de sus privilegios. De tal manera se construyen monstruos sociales como Juan Pablo Sánchez Gálvez que, ebrio y pedante, no dudó en acusar de «pinches gatos» a quienes considera inferiores, colocándoles el insulto vulgar, tan socorrido por la burguesía mexicana, para referirse al personal de servicio.
Mal educados o no, la acusación siempre recae sobre las mujeres, o sea, sobre las madres. Pues sí, porque sobre ellas recae la crianza. O mejor dicho, a ellas se les ha impuesto la crianza de lxs hijxs, vengan de donde vengan y pertenezcan a la clase que pertenezcan (que, claro: no son las mismas condiciones para una madre proletaria que para una madre burguesa) siempre y sobre todo, a las mujeres.
Por eso Xóchitl Gálvez se lleva doble castigo. Uno por ser candidata y otro por ser mujer. El de por ser candidata (y diría yo, por ser de derecha), está claro. Lo personal es político. Y no hay nada más personal que la exposición política. En esto no existen las fronteras. No hay manera de salvar una cosa de la otra. El comportamiento de la familia nuclear es el punto de partida ético de quien se involucra en política. En tanto que nadie da lo que no tiene, no se puede reclamar democracia, justicia y honestidad, si esta no se practica en casa. Y demostró la familia Sánchez Gálvez que no tienen la moral para proponerle a México una ruta política.
El de por ser mujer, porque ella carga con el castigo que va más allá de lo político. No sólo se le juzga como candidata, se le juzga como madre. Y se tenga razón o no, esto es por lo menos medianamente injusto. Medianamente, porque Gálvez Ruíz tan sólo lleva o debería llevar la mitad la crianza de su hijo Juan Pablo. La otra mitad corresponde a Rubén Sánchez Manzo, el padre, también esposo de la candidata derechista. Pero nadie habla de él. A él no se le castiga por el comportamiento etílico de su vástago. A él no se le exige rendir cuentas por la mala educación del joven, ni porque puso el semen para procrearlo, ni porque su ejemplo también construyó al hijo que resultó en el vergonzoso artífice del hundimiento electoral de su esposa. Y es que, por lo que se cuenta, el señor Sánchez Manzo también es proclive a escenitas como las de su hijo. A propósito del chisme que nos convoca, se divulgó un episodio en el que el conyugue de la candidata del PRIAN amenaza y busca intimidar a otra persona valiéndose de la influencia política de su esposa. Ahora se entiende que el hijo haya salido tan fichita, pues si es como el padre.
Pero Sánchez Manzo no fracasará en el trabajo a causa de esto. Nadie castiga a los padres por el mal comportamiento de sus hijxs, menos, si son varones. No se espera que ellos carguen con la culpa de la mala educación, pues no somos nosotros, los hombres, a quienes se nos imponen los roles de la crianza. Y si hubiera un hombre que cría, casi siempre es por el privilegio de haberlo elegido, o bien, a causa de una calamidad. Los demás van por ahí liberados de la responsabilidad. La sociedad espera de nosotros otras cosas. Por ejemplo, que proveamos. Lo que implica trabajar en la calle, en una oficina o en un taller, pero con la confianza de que, al regresar al hogar, no debemos preocuparnos por si el muchacho hizo la tarea, ya comió, tiene el uniforme planchado o salió borracho en Tik tok. Y así sucede, algo haremos, quizá, y al día siguiente volveremos a asumir nuestro rol, sin dobles o triples jornadas ni carga mental.
Rubén Sánchez Manzo podrá dormir tranquilo. Quizá algo avergonzado, tal vez un poco molesto, pero tranquilo. Él no ha perdido nada. Nadie lo acusa. Nadie dirá que es un mal padre. Lo mantiene a salvo la misoginia colectiva. La cultura del machismo. Donde a las mujeres se les observa el doble, se les reconoce la mitad y se les castiga el triple. Sobre todo en cargos de responsabilidad. Mientras que a los hombres se nos perdona casi todo porque, al fin y al cabo, somos hombres y nadie espera de nosotros responsabilidad en la crianza. Aunque, vaya, las consecuencias de ser pésimos padres están a la vista, en todos lados, como en el caso de Juan Pablo Sánchez Gálvez.